Es absolutamente aberrante la idea de tal tortura como una
fiesta nacional. No por la irracionalidad en sí, que sin duda es uno de los
pilares de tal celebración, sino por el hecho de que la gente se apile para
contemplar la tortura casi interminable de un animal inocente, el cual ha
nacido y ha sido criado con el único objetivo de ser arrastrado a una de las
más crueles y dolorosas muertes existentes, con el cuerpo destrozado, mutilado
y ensangrentado, rodeado de cientos de personas que aplauden y vitorean cada
puñalada de agonía, todo rebañado con el irónico pitido de la trompeta con su
alegre tañido, tiñendo con la banda sonora propia de una festividad la cruel
muerte de un ser que ningún mal ha causado nunca; que, por el único pecado de
poseer un robusto y hermoso cuerpo y una cornamenta, ha sido elegido desde
mucho antes de su concepción como víctima del sadismo de los humanos. Por
supuesto, esta es una visión fragmentada de la realidad, y la tauromaquia
cambia de significado dependiendo de la moralidad de cada cual. Pero dejad que
añada algo: la mayor parte de los personajes más valorados de la historia (Da
Vinci, Gandhi, Einstein, Buda o Paul McCartney, entre otros) apoyaron
fervientemente ésta frase de Schopenhauer: “Quien es cruel con los animales, no
puede ser buena persona”. Si unos cerebros tan extraordinarios como éstos
creyeron firmemente en tal afirmación, ¿no habrá que tomarla aunque sea un poco
en cuenta? Y si ellos lo consideraron un tema tan importante, ¿no hay que al
menos preguntarse seriamente si lo es? Es un deber aclarar que si se han citado
estos nombres tan conocidos es para que la opinión que se ha dado no sea
contemplada como un mero pensamiento individual y apartado, sino como algo
informado e incluso apoyado por no pocas mentes brillantes. Quizá incluso no
estaría de más decir que, al igual que en el siglo XVIII, la tauromaquia sigue
sin ser el espectáculo favorito de la mayor parte de los españoles, que recibe
numerosas subvenciones para que no desaparezca del mapa, con tal de contentar a
las grandes fortunas que se vanaglorian de relacionarse tanto con los líderes políticos como con los matadores. Que, incluso se podría añadir, muchas veces
poseen ésas granjas de crianza de futuras víctimas de tortura. Muchos
argumentos encontraremos a favor de la tauromaquia, cada cual más estúpido si
cabe. Podemos hallarnos con el consabido “si no se mantiene, los toros se
extinguirán”. Por supuesto, quienes afirman tal cosa no deben saber que tanto
los toros como las vacas se alimentan del pasto y beben del agua, que no
necesitan techo alguno sobre su cabeza y que, mientras los humanos no se metan
por en medio, son perfectamente capaces de reproducirse e incluso vivir largas
vidas. Hay quien dice que no va a la plaza de toros para contemplar la tortura
y la matanza, sino la maestría del torero, para algo así como ver cómo “danza
con la muerte y vence”. Bien, no estoy en contra de los temerarios, pero hay
mil maneras de tentar la muerte sin herir un animal. Eso por no decir que,
viendo cómo son los resultados, y que al torero lo atienden inmediatamente si
sale herido a causa de la legítima defensa del agredido, lo de enfrentarse cara
a cara con la muerte se parece sospechosamente a una falacia. O el tan conocido
“es una tradición”, como si la tradición fuera la santificación de cualquier
acto. Supongo que quienes esgrimen esta excusa están a favor de la esclavitud, del
derecho de pernada, del racismo y, por qué no, de los sacrificios humanos. Y
luego, a otro nivel, también está el argumento estrella: “la piel del toro es
tan gruesa que no siente dolor”. A esto sólo se puede responder: ¿acaso no nota
el toro cómo las moscas se posan en su cuerpo? ¿No agita quizá el animal la
cola, con la esperanza de que los molestos insectos huyan? En definitiva,
¿tiene suficiente sensibilidad para notar como una mosca descansa en sus
posaderas, pero no para sufrir cuando una lanza le atraviesa el cuerpo?
Gloriosa explicación.